La Política, la Guerra, la Violencia y el ser Humano: ¿Una expresión innata de su carga genética o una conducta aprendida?

Dr. Franco Lotito C. – Académico e Investigador (UACh) www.aurigaservicios.cl



“Los ejércitos no empiezan las guerras. Los gobiernos y los políticos comienzan las guerras” (William Westmoreland, general norteamericano de cuatro estrellas y comandante en jefe de las operaciones militares de Estados Unidos en Vietnam).

El militar, historiador y teórico de la ciencia militar moderna de origen prusiano, Carl von Clausewitz, escribió en uno de sus libros que “La guerra era la continuación de la diplomacia por otros medios” más violentos. Simple, claro y directo.

Digamos de partida, que la violencia ha sido definida como el uso de fuerza desmedida que se orienta a la consecución de un fin, especialmente, cuando se quiere dominar y someter a alguien en contra de su voluntad o imponer algo sobre otras personas.

Existen opiniones divididas en el ámbito de las ciencias psicológicas en cuanto a si el ejercicio de la violencia sería una expresión directa de un gen de la agresión o el resultado de una conducta socialmente aprendida y, en algunos casos, incluso una conducta dirigida. La mayoría de los especialistas y expertos en el tema se inclinan por la alternativa que considera que existe una combinación de ambos factores para que la violencia ejercida de diversas formas haga su aparición y se manifieste abiertamente.

Por su parte, el filósofo, escritor y periodista francés Jean François Revel enfatiza en forma muy determinante la triste y dolorosa impotencia que experimenta el ser humano –como una criatura compleja, sola y desvalida– ante algunos acontecimientos que lo envuelven y que lo arrastran –aún en contra de su voluntad–, hacia la práctica de una violencia que no conoce límite, misericordia ni freno alguno, cuando Revel expresa que “El siglo que acabamos de vivir ha sido uno de los más sangrientos de la historia; se singulariza por la extensión de sus opresiones, de sus persecuciones, de sus exterminios”.

Son palabras muy poderosas que impactan profundamente la mente de la gente reflexiva, quedando la impresión en nuestra conciencia, que el dios –o dioses– que tanto se invoca en el momento de iniciar una de las tantas guerras de exterminio que ha propiciado el ser humano, odiara o despreciara profundamente a la raza humana en función de las graves consecuencias que acarrea cada una de estas guerras a millones de seres humanos inocentes.

A la voz del filósofo Revel se suma la voz de Matthew White, autor del famoso libro “La historia negra de la humanidad”, y un connotado estudioso de la atrocitología, es decir, la disciplina que se preocupa de estudiar las numerosas atrocidades que ha cometido el ser humano, ya sea en nombre de Dios, de una determinada ideología –sea ésta de izquierda o de derecha–, de una falsa idea basada en la supremacía de una raza sobre otra, o simplemente, cuando el ser humano lleva a cabo una de sus guerras de conquista y destrucción genocida.

En su libro “La Historia negra de la humanidad: crónica de la grandes atrocidades de la historia” White señala que el siglo XX junto con haber sido el siglo que tiene a su haber la mayor cantidad de conocimientos y avances científicos, ha sido, a su vez, el siglo más violento, cruento y destructivo de la historia, con más de 175 millones de muertos, el noventa por ciento de los cuales, fueron víctimas inocentes que nada tenían que ver en el conflicto que las condujo a la tortura, a la muerte y a la destrucción.

El problema más grave radica en que el nuevo siglo XXI está siguiendo las mismas huellas sangrientas que ha dejado el viejo siglo XX. Tanto es así, que hoy, año 2017, tenemos a un país como Corea del Norte declarándole –hasta ahora sólo verbalmente– la “guerra total” a Estados Unidos –la nación militar y económicamente más poderosa de este planeta–, si es que este último país se atrevía a atacar a Corea del Norte, tal como EE.UU. lo hizo en Siria, aún cuando esta agresión sólo se remita al ataque de una miserable chalupa pesquera norcoreana.

De la postura personal que adopte cada ser humano ante tanto desajuste emocional, tanta violencia, tanta arbitrariedad e injusticia, dependerá –sin que estemos cayendo en mucha exageración– nada menos que la supervivencia de la especie humana, y por ende de la civilización, tal cual la conocemos hoy.

Con mucho humor negro lo expresó Albert Einstein, cuando planteó, hace más de setenta años, que si todos los hombres y mujeres de este planeta no poníamos toda la voluntad de nuestra parte por evitar una tercera guerra mundial con el uso de bombas atómicas y no hacíamos un gran esfuerzo personal y social en cambiar ciertas conductas y actitudes humanas, donde reina la agresión y el desprecio por la vida ajena, la cuarta guerra la pelearíamos con... garrotes, piedras y lanzas (siempre y cuando alguien sobreviva).

En este sentido, uno se ve tentado a coincidir con ciertos pensadores, cuando plantean, que en lugar de considerar la posibilidad de que el hombre haya sido creado a imagen y semejanza de Dios, lo que hay que reconocer, con gran dolor y vergüenza ajena, es que el ser humano –como la criatura más inteligente y poderosa que jamás haya pisado la tierra–, no ha sido nunca capaz de “crear” un dios que sea superior a él mismo: muchos de los dioses –actuales y pasados– que son invocados por nuestros congéneres humanos, muestran la volubilidad, la moral, el desprecio y las malas costumbres de un verdadero niño malcriado y vengativo.

De acuerdo con el psicólogo y educador, Dr. Lawrence LeShan, sin importar la tensión y la destrucción que la amenaza de guerra –paradójicamente– prometa eliminar, este flagelo se hace presente “en casi todas las culturas y en todos los estratos socioeconómicos, políticos e intelectuales de cada cultura. Nos enfrentamos con una tensión humana fundamental”. LeShan refuerza esta última idea, destacando el carácter específicamente humano de esta tensión e inclinación a la agresión.

Dicho investigador nos ilustra además, acerca del hecho, de que habría una única especie sobre la tierra que también practica la guerra de exterminio total, con la gran diferencia, que su único fin está estrechamente ligado a la necesidad de aumentar sus reservas alimenticias, razón por la cual, este insecto especializado –la hormiga recolectora– entra en una guerra frontal y total con todos sus oponentes.

Para qué decir que las actuaciones poco santas de la raza humana en contra de sus propios hermanos son imposibles de enumerar y, aún así, no hemos sido capaces de aprender de tanta destrucción y muerte inútiles. De ahí la necesidad de que la clase política y gobernante de cada nación haga, alguna vez, un sincero mea culpa, y sea capaz de reconocer su directa responsabilidad en todas y cada una de las guerras fratricidas que ha iniciado –y propiciado– en el transcurso de la historia de la humanidad, ya que son ellos, quienes –generalmente sin el consentimiento de los ciudadanos que dicen representar– se embarcan en guerras donde sobra la maldad, la injusticia, la mentira, la hipocresía, la manipulación y la carnicería humana. La explicación a esta despreciable conducta de la clase política es muy simple: aquellos “animales políticos” que inician una guerra en raras ocasiones, si es que alguna vez, están cerca de las trincheras donde mueren y sufren las personas, es decir, los ciudadanos de a pie. En este sentido, la guerra se convierte en una masacre de gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce, como son los gobernantes de las naciones, pero que no se masacran ni se hacen daño entre ellos.

¿Cuál es, entonces la solución?

Pues bien, digámoslo fuerte y claro: todos hablan de paz y claman por la paz, pero nadie EDUCA para la paz. En nuestro mundo contemporáneo, las instituciones educativas y los agentes responsables de la educación educan, en general, para la competencia, la confrontación y la rivalidad en contra del otro. Y la competencia mal entendida es, lamentablemente, el comienzo de cualquier guerra, a pequeña o gran escala. Bajo estas condiciones, es altamente probable –de no mediar algún cambio radical en la conducta de nuestra clase política y de la sociedad– que terminaremos por cumplir la “profecía” que hiciera Albert Einstein hace más de 70 años atrás: pelear la cuarta guerra con piedras, palos y macanas.
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