Las emociones destructivas o el poder de “Los 3 venenos”

Dr. Franco Lotito C. – Académico, escritor e investigador - www.aurigaservicios.cl



El Dalai Lama, Daniel Goleman, Richard Davidson, Paul Ekman, Peter Salovey y otros grandes estudiosos de renombre mundial, hablan del gran poder aniquilador que tienen las emociones destructivas.

Y por cierto que existe más de un método a través del cual una persona puede hacerse daño a sí mismo o hacer daño a otros. La filosofía budista, por ejemplo, señala que tanto la infelicidad personal, como así también los conflictos y los problemas interpersonales, surgen como una consecuencia de lo que el budismo llama los “tres venenos”, a saber: (a) la ansiedad, (b) la ira y (c) las falsas ilusiones.

La esencia de la filosofía budista, es que primero hay que comprender a qué se está enfrentando el ser humano, para luego poder contrarrestar en forma efectiva las consecuencias de las emociones, experiencias y conductas negativas. En este sentido, resulta tremendamente interesante analizar los resultados de una encuesta realizada por la British Broadcasting Corporation (BBC) de Inglaterra con sus oyentes de orientación religiosa, en cuanto a identificar cuáles eran los principales “pecados capitales” de la modernidad cristiana.

Para sorpresa de los encuestadores, en lugar de los “pecados originales” como la gula, la pereza, la ira, la envidia, la soberbia, la lujuria y la avaricia, surgieron una serie de nuevos “pecados mortales”, entre los cuales destacaron la crueldad, la corrupción, el fanatismo, la deshonestidad, la hipocresía, la codicia y el egoísmo, es decir, conductas altamente destructivas. La única de las ofensas originales que se repitió en el nuevo catálogo, fue la avaricia. Este estudio muestra claramente cómo van surgiendo nuevas visiones y patrones culturales concomitantes con las nuevas e impactantes experiencias que le toca vivir hoy a las personas.

Desde una perspectiva occidental, el que una emoción adquiera una connotación negativa se vincula con el hecho de que dicha emoción estaría en grado de llevar a un sujeto a dañarse a sí mismo (suicidio) o a dañar a los demás (a causa del odio racial, ideológico, religioso, etc.), en tanto, que desde el punto de vista tibetano, todas las aflicciones mentales, tales como la ira, la crueldad, la envidia, el rencor, los celos, la avaricia, la petulancia, el engaño, etcétera, son procesos que tienden a provocar una desestabilización del equilibrio de la mente humana, sin que importe, si estas aflicciones poseen un componente emocional o no.

De otra forma, ¿cómo se podrían explicar y entender los distintos actos de terrorismo y de destrucción masiva que se han llevado a cabo –y se continúan llevando a cabo– en distintos países del mundo, tales como en Siria (con una guerra civil incluida), Kenia, Marruecos, Líbano, Francia, Estados Unidos y diversos otros países del mundo? Curiosamente, algunos de estos grupos violentistas y/o terroristas, al llevar a cabo sus planes destructores basados en el odio religioso o ideológico, se apoyan –al parecer– en un predicamento islámico, el cual, de acuerdo con las convicciones religiosas fundamentalistas de ciertos líderes de países de orientación musulmana (que no son compartidas por todos los líderes islámicos), les permite ganarse el paraíso y la felicidad eterna, a través de la matanza de infieles. Los infieles seríamos, naturalmente, todos aquellos que no profesamos la religión islámica (o musulmana, si se quiere). Como se podrá advertir, ésta es una forma muy peligrosa, discutible, radical –y furiosa– de entender la religión.

En todo caso, este dato cultural e idiosincrático no debería causarnos mayor sorpresa, por cuanto, hace tan sólo algunos siglos atrás, los cristianos europeos, azuzados por los sumos Pontífices católicos romanos de la época, iniciaron entre el siglo XI y el siglo XIII una serie de sanguinarias cruzadas en el medio Oriente, buscando reconquistar, a sangre y fuego, aquellos lugares sagrados para el cristianismo, y que en esos momentos se encontraban en manos de los árabes y musulmanes. La promesa a los cruzados, por parte de la Santa Iglesia Católica, era exactamente la misma: ganar la vida eterna, a través del asesinato y la destrucción de todos los “infieles” que se cruzaran en el camino, y que en este caso, eran todos aquellos que no profesaban el catolicismo o el cristianismo. (¿No les parece conocida esta historia?)

En múltiples ocasiones, incluso aquellos árabes que profesaban el cristianismo como fe religiosa, fueron torturados, pasados por las armas y asesinados sin mucho miramiento. Los horrores y sufrimientos que vivieron en esa época los “enemigos” de los cruzados, fueron simplemente infernales. Las atrocidades cometidas durante siglos en nombre de Dios y del odio religioso por parte de los cristianos occidentales y los monjes asesinos (bajo la túnica de los caballeros templarios) en tierras del Islam fueron –durante mucho tiempo– hipócrita y diplomáticamente ignoradas.

Lo peor de todo, es que, igual que antaño, hoy sigue habiendo muchos individuos interesados en continuar practicando la llamada “cultura de la muerte y destrucción”, donde, sin importar los fundamentos o explicaciones que se esgriman, lo que se hace, simplemente, es atacar la razón y la verdad hasta hacerla desaparecer.

La firme intención de fondo sigue siendo la misma: exterminar, borrar, acabar con el adversario, sin consideración por quien pague los costos o las consecuencias de esta determinación. Para qué hablar, de la infinita cantidad de trastornos emocionales, conductas vengativas y de retaliación, enfermedades mentales, mutilaciones físicas y espirituales, cuadros por estrés post traumático que pueden experimentar (y siguen experimentado) los sobrevivientes de este tipo de tragedias, así como de desencuentros ideológicos y religiosos a lo largo de los siglos: las emociones del odio, la ira, la rabia, el resentimiento, etc., terminan por enquistarse en el ADN y en el alma de los sobrevivientes, transmitiéndose todo esto a las sucesivas generaciones.

¿Habrá algo, que podamos hacer todos y cada uno de nosotros desde el propio mundo interno, a través de la voluntad, el conocimiento y el deseo de cambiar algunas cosas? Yo sigo pensando que sí.

Lo importante es perseverar y trabajar duro para ello. La razón para nos empecinemos en una meta de esta naturaleza, resulta ser –como la mayoría de las cosas bellas de la vida– simple y poderosa: en la medida que yo pueda cambiar, existe una probabilidad de que mi vecino cambie y que, por ende, el mundo también cambie. Lo que se requiere, es la presencia de una “masa crítica” de gente reflexiva y pensante, es decir, un grupo de personas lo suficientemente grande y maduro, como para que sea capaz de producir una reacción en cadena. Debe quedar claro que alguien tiene que comenzar el proceso de cambio. Ese “alguien” –en mayor o menor grado–, se refiere a cada uno de nosotros.
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