Violencia escolar: el síntoma de una fractura social
Por Carlos Delgado Álvarez, Doctor en Ciencias de la Educación.
Durante las últimas semanas, distintos establecimientos educacionales del país —incluyendo liceos en comunas del sur de Chile— han sido escenario de preocupantes hechos de violencia escolar. Estas situaciones, lejos de ser aislados, reflejan un fenómeno más profundo: el desgaste del tejido social y la crisis de sentido que afecta a nuestras escuelas. No basta con condenas públicas ni medidas reactivas; se requiere una política pública transformadora, que aborde la violencia desde la justicia educativa y la formación ciudadana.
Hoy sabemos que la violencia escolar no es simplemente un problema de disciplina, sino la expresión de múltiples fracturas sociales: segregación territorial, precariedad en los vínculos familiares, pérdida de referentes adultos, debilitamiento de la autoridad pedagógica y una profunda desigualdad estructural. La escuela, como espacio social, reproduce estas tensiones, pero cualquier intento serio de abordaje debe reconocer esta complejidad.
Una política de convivencia escolar debe garantizar condiciones dignas de aprendizaje, fortalecer el apoyo psicosocial, promover pedagogías inclusivas y asegurar la participación activa de estudiantes. No se trata solo de reforzar la vigilancia, sino de formar personas capaces de convivir, dialogar y transformar su realidad. La violencia no se resuelve con castigos, sino con vínculos significativos, reconocimiento mutuo y construcción de comunidad.
En este desafío, las universidades pedagógicas tienen un rol clave, porque no solo forman a futuros docentes, sino que pueden convertirse en actores públicos que impulsen procesos de transformación educativa. Esto implica rediseñar la formación inicial para integrar herramientas en justicia, ciudadanía y educación emocional; implementar programas de trabajo colaborativo con escuelas rurales y urbanas; y generar conocimiento pertinente, arraigado en la realidad local de nuestros territorios urbano complejos, rurales e insulares.
La violencia entre nuestros estudiantes es una señal de alerta. Como sociedad, debemos decidir si queremos escuelas donde el conflicto se transforme en agresión, o espacios educativos donde sea posible aprender a convivir en la diferencia. La nueva institucionalidad pública ya tiene tarea: instalar la urgencia para liderar este cambio con compromiso ético, con una pedagogía crítica y con responsabilidad pública.
Fuente información: carlos.delgado@ulagos.cl
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Durante las últimas semanas, distintos establecimientos educacionales del país —incluyendo liceos en comunas del sur de Chile— han sido escenario de preocupantes hechos de violencia escolar. Estas situaciones, lejos de ser aislados, reflejan un fenómeno más profundo: el desgaste del tejido social y la crisis de sentido que afecta a nuestras escuelas. No basta con condenas públicas ni medidas reactivas; se requiere una política pública transformadora, que aborde la violencia desde la justicia educativa y la formación ciudadana.
Hoy sabemos que la violencia escolar no es simplemente un problema de disciplina, sino la expresión de múltiples fracturas sociales: segregación territorial, precariedad en los vínculos familiares, pérdida de referentes adultos, debilitamiento de la autoridad pedagógica y una profunda desigualdad estructural. La escuela, como espacio social, reproduce estas tensiones, pero cualquier intento serio de abordaje debe reconocer esta complejidad.
Una política de convivencia escolar debe garantizar condiciones dignas de aprendizaje, fortalecer el apoyo psicosocial, promover pedagogías inclusivas y asegurar la participación activa de estudiantes. No se trata solo de reforzar la vigilancia, sino de formar personas capaces de convivir, dialogar y transformar su realidad. La violencia no se resuelve con castigos, sino con vínculos significativos, reconocimiento mutuo y construcción de comunidad.
En este desafío, las universidades pedagógicas tienen un rol clave, porque no solo forman a futuros docentes, sino que pueden convertirse en actores públicos que impulsen procesos de transformación educativa. Esto implica rediseñar la formación inicial para integrar herramientas en justicia, ciudadanía y educación emocional; implementar programas de trabajo colaborativo con escuelas rurales y urbanas; y generar conocimiento pertinente, arraigado en la realidad local de nuestros territorios urbano complejos, rurales e insulares.
La violencia entre nuestros estudiantes es una señal de alerta. Como sociedad, debemos decidir si queremos escuelas donde el conflicto se transforme en agresión, o espacios educativos donde sea posible aprender a convivir en la diferencia. La nueva institucionalidad pública ya tiene tarea: instalar la urgencia para liderar este cambio con compromiso ético, con una pedagogía crítica y con responsabilidad pública.
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