Cerebro y mente: Dos cosas extraordinarias, pero… diferentes


Por el Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl - Académico, escritor e investigador (PUC- UACh)

“Nuestro cerebro es diferente de todos los otros órganos del cuerpo. Mientras que el hígado y los riñones se gastan luego de ciertos años de uso, el cerebro se afila y mejora cada día con el uso”. (Dr. Richard Restak, neurólogo y neuropsiquiatra norteamericano).

Comencemos señalando, que cerebro y mente NO SON sinónimos, ni tampoco son la misma cosa. Muy lejos de aquello. El cerebro del ser humano viene a ser como el hardware –o sistema operativo y componente electromecánico de un computador–, en tanto que la mente sería el equivalente al software, es decir, el programa de un sistema informático que hace que todo el engranaje pueda “correr” de manera armónica, siendo nuestra mente la encargada de administrar y gestionar nuestras funciones superiores, tales como comunicarse e interactuar con otras personas, razonar, tomar decisiones, etc.

Cuando examinamos el interior de un cerebro, rápidamente nos damos cuenta que este extraordinario órgano está constituido por miles de millones de neuronas, así como de sus respectivas conexiones –llamadas sinapsis–, las que forman múltiples circuitos, cables y redes neuronales. La mente, por su parte, lleva a cabo miles de pensamientos y decisiones que corren por el sistema operativo que es el cerebro.

En este sentido, nuestra mente representa una potente fuente de actividad, la cual, mediante un trabajo personal de entrenamiento y de autoconocimiento, está en condiciones de modificar la estructura del cerebro, fenómeno asociado a la neuroplasticidad cerebral. El aspecto relevante de la “neuroplasticidad dirigida” es que nos entrega una poderosa herramienta que permite recablear el cerebro, es decir, nos permite alcanzar el cambio que deseamos. Al respecto de lo anterior, hay que tener presente, que el potencial de nuestro cerebro para crecer, aprender, cambiar y desarrollarse, es todavía desconocido. Las investigaciones han demostrado que ese potencial es enorme y que, además, no declina tanto con la edad como se pensaba antes.

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Es más. El Dr. Santiago Ramón y Cajal, ganador del Premio Nobel de Medicina en 1906 afirmaba ya por los años 20 del siglo pasado, que todo ser humano “podía ser –si se lo proponía– el escultor de su propio cerebro”.

En este sentido, las creencias que las personas desarrollan acerca de la posibilidad para “cambiar uno mismo” son fundamentales: estas creencias pueden levantar, o bien, cerrar la barrera hacia el cambio interno que uno pretende lograr, o la meta que anda buscando. Es decir, el hecho de creer –o no creer– en poder cambiar, puede ser la llave –y la clave– del encuentro, ya sea con la felicidad o con la propia miseria personal. De acuerdo con el Dr. Estanislao Bachrach –doctor en biología molecular–, aquí es donde “entran en juego la actitud, los pensamientos y las emociones, o sea, la materia prima de nuestra mente”.

Para poder cambiar, las personas tienen que elegir quiénes quieren ser, más allá de lo que nos haya tocado en la “repartija genética” a cada uno de nosotros, e incluso, más allá de las influencias culturales que los propios progenitores hayan ejercido sobre nosotros, y cuyo nivel de influencia –aspecto que no podemos desconocer– puede adquirir un peso específico muy alto en el desempeño, funcionamiento y desarrollo de las personas.

Ahora bien, es preciso señalar, que sólo se puede ser quien realmente uno quiere ser, si el cerebro funciona bien, por cuanto, el cómo funcione este complejo y fascinante órgano humano, determinará cuán feliz y qué tan efectiva puede llegar a ser una persona. Con un agregado adicional, eso sí, a saber: ¿cómo interactúa dicho sujeto con los demás? ¿Cuál es su estilo personal de interacción? Y aquí entra a funcionar otro gran factor relevante aportado por el Dr. Daniel Goleman: el nivel de Inteligencia Emocional que posea –o haya logrado desarrollar– la persona, factor que depende, única y exclusivamente, de las decisiones que tome nuestra mente, así como del deseo y voluntad de aprender que tenga el individuo. La razón para destacar lo anterior, se relaciona con una antigua enseñanza que nos dejara Confucio, pensador y filósofo chino, quién decía que “enseñar a una persona que no está dispuesta a aprender, es malgastar el tiempo, el esfuerzo y las palabras”.

Todos nosotros deberíamos saber –ojalá desde pequeños–, que cambiar, es también un sinónimo de “aprender y mejorar”: aprender quién soy yo, al mismo tiempo que aprender cómo ir transformándonos en aquello que queremos ser.

Hoy en día, la ciencia es categórica en cuanto que el aprendizaje puede –y debe– ser sostenido a lo largo de toda la vida, sin que importe mucho si la persona tiene 10, 30, 50 o 70 años, lo cual, nos indica que esa capacidad de aprendizaje no sólo es necesaria durante la niñez, sino que debe estar presente durante todo el resto de nuestra existencia.

No cabe duda alguna, que siempre tendremos a disposición un espacio para crecer, pero para lograr dicho crecimiento, es preciso salir –ojalá escapar, si es necesario– de la zona de confort en la cual tendemos a refugiarnos, con la finalidad de que nos abramos a nuevas posibilidades y alternativas.

En este sentido, es necesario que, tal como muy bien lo expresa el Dr. Bachrach, seamos capaces de utilizar nuestra mente, pensamientos y emociones, con el propósito de alinear objetivos y acciones, es decir, aquellas expectativas de cambio que tenemos, al mismo tiempo que integramos la moral, la conciencia, los insights (o revelaciones) que vayan apareciendo ante nosotros, así como también los valores que provienen de las experiencias que acumulamos, todo lo cual, va a guiar nuestras respuestas futuras.

Al hacernos las siguientes dos preguntas: 1. ¿Qué nos diferencia unos a otros como sujetos? 2. ¿Por qué razón frente a experiencias similares nos comportamos de modos tan variados y diferentes?, lo que surge de manera clara ante nuestros ojos, es que hay algo de genética y algo de educación en las respuestas a estas preguntas. Los progenitores transmiten a sus hijos ciertos rasgos y características de dos maneras: la primera –y la más obvia– es a través de los genes, con información relevante contenida en el óvulo y en el espermatozoide, información que se va expresando durante el desarrollo del nuevo ser. La segunda respuesta –menos obvia– está dada a través del tipo de comportamiento que tienen –y que manifiestan– los progenitores en relación con sus hijos.

Hoy en día, sabemos que “el modo en que se comportan los padres” cambia y altera la química de los genes de los hijos a través de un proceso llamado epigenética –ciencia que corresponde al estudio de las modificaciones en la expresión de los genes– condición que provoca efectos de largo plazo en el comportamiento, carácter y temperamento de las personas. Sin embargo, a partir de un determinado momento en nuestras vidas, somos nosotros mismos los llamados a ejercer el derecho a cambiar. Si por el contrario, no ejercemos ese derecho, la decisión queda sellada y guardada en algún rincón de nuestro ser, y de ahora en más, deberemos cargar con las consecuencias de esa decisión, ya que, nos guste o no nos guste, la decisión de no cambiar es de nuestra directa responsabilidad.

Recordemos, finalmente, la reflexión que hace Joe Batten, un experto en el tema del liderazgo, al respecto de nuestro centro superior ejecutivo llamado mente: “El tipo de vida que vivirás mañana comienza con tu mente de hoy”. En función de lo anterior, lo recomendable sería comenzar a trabajar nuestra mente desde hoy mismo, ya que mañana podría ser muy tarde.

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