Mujer y política: un tema pendiente
Osorno. Por: Pedro Díaz Polanco Director Ciencias Políticas y Gestión Pública,Universidad San Sebastián.
Nuestro país se ha ido desarrollando en diversas materias y variados campos, sin embargo, existe uno en que aún hay un evidente saldo en contra y que afecta negativamente la calidad de nuestra democracia: el rol de la mujer en política. Aunque es posible señalar que desde el regreso a la democracia hay avances cuantitativos y cualitativos respecto a la participación activa de la mujer en política –siendo el mejor ejemplo la elección como Presidenta de la República de Michelle Bachelet–, ésta sigue siendo minoritaria, aspecto fácilmente demostrable si se realiza un simple análisis de la composición por género en el Congreso, municipalidades, Corte Suprema o en las gerencias de empresas públicas.
Los motivos que explican esta situación son múltiples y van desde aquellos que justifican el machismo social en función de entender al empoderamiento de las mujeres como algo forzado, que da cuenta de una debilidad del tejido social, hasta aquellos que las denigran expresamente señalando que no están capacitadas para la realización de tareas complejas.
Ante esto, nuestro país se ha sumado a la vertiente internacional que busca impulsar la actividad de la mujer en la política realizando importantes esfuerzos por modificar esta distorsión social y que se grafican en la instauración de políticas de cuotas o pisos mínimos y el establecimiento de la paridad como mecanismo de representación.
Sin embargo, todas estas iniciativas –más temprano que tarde– terminan chocando con el discurso del “mérito” como factor de llegada al aparato público, y esto se debe, principalmente, a que los partidos políticos tienen el discurso de valorar a la mujer como votante pero no como vector de poder y, en consecuencia, siguen perpetuando al varón como el animal político por excelencia.
En lo personal, me gustaría creer que nuestro país avanza hacia una sociedad plenamente integrada, donde el género del individuo no sea un factor de discriminación a la hora de conseguir un empleo, donde no existan diferencias en los sueldos entre hombres y mujeres o donde conseguir la tuición de un niño no sea una tarea casi imposible para los hombres. Esta situación ideal está muy lejos de lograrse en una sociedad que ha institucionalizado numerosos indicadores machistas y que sólo ha dado algunos guiños a las feministas impidiendo –en consecuencia– el éxito de una modificación cultural y un mejor desarrollo de nuestra democracia.
Nuestro país se ha ido desarrollando en diversas materias y variados campos, sin embargo, existe uno en que aún hay un evidente saldo en contra y que afecta negativamente la calidad de nuestra democracia: el rol de la mujer en política. Aunque es posible señalar que desde el regreso a la democracia hay avances cuantitativos y cualitativos respecto a la participación activa de la mujer en política –siendo el mejor ejemplo la elección como Presidenta de la República de Michelle Bachelet–, ésta sigue siendo minoritaria, aspecto fácilmente demostrable si se realiza un simple análisis de la composición por género en el Congreso, municipalidades, Corte Suprema o en las gerencias de empresas públicas.
Los motivos que explican esta situación son múltiples y van desde aquellos que justifican el machismo social en función de entender al empoderamiento de las mujeres como algo forzado, que da cuenta de una debilidad del tejido social, hasta aquellos que las denigran expresamente señalando que no están capacitadas para la realización de tareas complejas.
Ante esto, nuestro país se ha sumado a la vertiente internacional que busca impulsar la actividad de la mujer en la política realizando importantes esfuerzos por modificar esta distorsión social y que se grafican en la instauración de políticas de cuotas o pisos mínimos y el establecimiento de la paridad como mecanismo de representación.
Sin embargo, todas estas iniciativas –más temprano que tarde– terminan chocando con el discurso del “mérito” como factor de llegada al aparato público, y esto se debe, principalmente, a que los partidos políticos tienen el discurso de valorar a la mujer como votante pero no como vector de poder y, en consecuencia, siguen perpetuando al varón como el animal político por excelencia.
En lo personal, me gustaría creer que nuestro país avanza hacia una sociedad plenamente integrada, donde el género del individuo no sea un factor de discriminación a la hora de conseguir un empleo, donde no existan diferencias en los sueldos entre hombres y mujeres o donde conseguir la tuición de un niño no sea una tarea casi imposible para los hombres. Esta situación ideal está muy lejos de lograrse en una sociedad que ha institucionalizado numerosos indicadores machistas y que sólo ha dado algunos guiños a las feministas impidiendo –en consecuencia– el éxito de una modificación cultural y un mejor desarrollo de nuestra democracia.