"La tragedia del calcetín perdido"

"La tragedia del calcetín perdido"
Por Pablo Barría.

En el tambor oscuro y húmedo de una lavadora Whirlpool modelo 2012, se desarrollaba una tragedia griega que haría palidecer a Sófocles. Allí, entre giros y centrifugados, un pequeño calcetín gris, de algodón peinado y ribetes elegantes, sollozaba internamente (porque, claro, los calcetines no tienen boca).

—¡Él estaba justo aquí! —gritaba con hilos de desesperación mientras las toallas aún húmedas lo aplastaban en su rincón—. ¡Íbamos a jubilarnos juntos, en una cómoda gaveta de medias inservibles! ¡Teníamos planes!, dijo su compañero de vida, a quien le cundía la desesperación.

Afuera, en el mundo de los humanos, Carlos abría la lavadora con una expresión de sospecha que solo un hombre frente a una carga de ropa puede tener.

—¿Dónde está el otro calcetín, Carolina? —preguntó con la voz tensa como un elástico nuevo. Carolina, inmune a la magnitud de la tragedia, hojeaba una revista de decoración con la indiferencia de una diosa del Olimpo.
—No lo sé, Carlos. Quizás se fue a vivir su propia vida. Ya estaba todo estirado… como tu paciencia.
—¡No me vengas con sarcasmos baratos! ¡Estos eran los calcetines buenos! ¡Los de la promoción del Cyber Day! ¡Tenían refuerzo en el talón!
Carolina lo miró por encima de los lentes.
—¿Sabes qué tiene refuerzo también? Mi temple, por tener que oírte dramatizar cada vez que desaparece una prenda. La lavadora no es un triángulo de las Bermudas, Carlos.
—¡Claro que lo es! ¡Aquí desaparecen cosas con más frecuencia que en tu cartera donde guardas hasta el martillo de la casa!
 
—Carlos ya escarbaba entre las sábanas húmedas, buscando a su amigo textil perdido. (Ustedes, mujeres, no saben la simbiosis que puede haber entre un hombre y sus calcetines).

Mientras tanto, dentro del tambor, el calcetín sobreviviente se balanceaba emocionalmente entre el shock y la resignación. Había compartido cada paso, cada zapato, cada pelusa con su gemelo. "¿Quién me va a acompañar ahora en los días de entrenamiento? ¿Una media deportiva? ¡Por favor! ¡Ella no entiende de elegancia casual!"

Recordaba sus días en el cajón, los chismes con los bóxers, los coqueteos fugaces con un guante solitario que a veces se colaba. Y ahora... solo. Separado. Arrugado. Secándose al borde del abismo emocional y del ciclo suave de secado.

Carlos, con el alma rota y el pie frío, lanzó la pregunta final:
—¿Tú lo perdiste, cierto? Dime la verdad. Tú lo sacaste para hacer trapos de limpieza... como a mi dignidad.

Carolina se levantó con lentitud, lo miró y soltó:
—Era solo un calcetín, Carlos. Supéralo.
Y se fue.

Carlos se quedó mirando el tambor vacío, mientras el sol de otoño, frío como la mirada de su mujer, caía lentamente por la ventana.

En tanto, el calcetín guacho, desde el borde de la tapa, juró que nunca se emparejaría de nuevo.

Porque hay ausencias que ni el suavizante puede disimular.

No te pierdas la segunda parte. La saga continúa.



Fuente información: Pablo Barría
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